domingo, 6 de marzo de 2016

HONOR Y HONRA

ACTIVIDAD 5


        A pesar de ser conceptos diferentes, los términos honor y honra suelen emplearse indistintamente o confundirse; un deslinde de ambos términos, realizado en su momento por Ramón Menéndez Pidal (1940: 155-6), aclara que honor es loor, reverencia o consideración que el hombre gana por su virtud o buenos hechos. La honra, por su parte, aunque se gana con actos propios, depende de actos ajenos, de la estimación y fama que otorgan los demás. Así es que se pierde igualmente por actos ajenos, cuando cualquiera retira su consideración y respeto a otro; una bofetada, un mentís, deshonran si no se vengan. Así, mientras que la honra se equipara a la vida, la deshonra se iguala con la muerte (y sólo la muerte del ofensor puede paliarla.)


El honor, según Américo Castro (1916), formaba parte del corpus de valores incuestionables que caracterizaban el espíritu de una época. El autor analiza, para la España del Siglo de Oro, las diferencias entre el honor -ideal y objetivo, con una existencia propia más allá de la experiencia individual-, y la proyección de ese ideal en la vida de cada individuo -la honra-, siempre vinculada a una persona particular.


Para Gustavo Correa (1958), por su parte, la honra -“signo polarizador de proyecciones culturales”- se manifiesta en un doble plano, ajustado a la estructuración de la sociedad. Los conceptos de honor y honra se corresponden con lo que él llama honra vertical y honra horizontal: la primera -que implicaba una estratificación de la sociedad, que en el siglo XVII continuaba básicamente la medieval-, es la inherente a la posición del individuo en la escala social, y que existe en virtud de su nacimiento; la segunda, en tanto, referida a las complejas relaciones entre los miembros de la comunidad, es la fama o reputación, que descansa en la opinión de los demás.




Durante el siglo XVII se consolidó en Castilla un esquema social fuertemente estamental, en el que cada estamento se regía por estrictas normas de comportamiento, por todos aceptadas. Si bien el sentido de pertenencia y la necesidad de aceptación por parte del grupo se desarrollaron con mayor fuerza entre las clases superiores, su sistema de valores irradió hacia todos los niveles de la jerarquía social; así, aquellos miembros de la sociedad que reunieran las condiciones de pureza de sangre y riqueza, además de nobleza, eran considerados hombres honrados.

El comportamiento del noble debía regirse por una serie de deberes de cumplimiento riguroso, entre los cuales figuraba el de velar por el reconocimiento de su condición por parte del resto de la comunidad. El honor y la honra pública funcionaban así como elementos integradores del sistema social; partiendo desde el núcleo familiar se extendían hacia los diversos ámbitos en que se articulaba la sociedad. En ella, todo hombre digno se sentía depositario y guardián del honor social, un valor superior que animaba la existencia entera de la colectividad.

En este particular marco, el teatro barroco otorgó al honor conyugal un carácter fundamental; multitud de piezas de la época analizan con extrema sutileza complicados casos de honra, en los que quedan implicados maridos, padres, hermanos, esposas e hijas de diversa fortuna y condición.

El código de comportamiento era particularmente riguroso en los casos en que el honor conyugal se encontraba amenazado: el esposo de la comedia estaba obligado –más allá de sus sentimientos personales-, a vengar de manera rápida, deliberada y secreta la afrenta sufrida, se hubiera ésta consumado o no. La solución más frecuente era la de la muerte de la esposa infiel y del hombre ofensor.


Lope de Vega fue el primer dramaturgo que puso en escena a un villano tomando venganza por una afrenta inferida a su honor. El autor insiste así en el carácter colectivo del tema del honor, más allá de su pertenencia estamental.


En el llamado Siglo de Oro, la honra se convirtió en un objeto de la opinión pública, algo que se podía atacar y destruir. En este sentido, según afirma Juan Carlos Del Ama (2007), la presión de la honra favoreció el conformismo, y provocó, en aquellos individuos contenidos todavía en la trama del orden social, un efecto de integración. En cambio, para aquellos ya no contenidos -a pesar de la miseria ligada al modo de vida picaresco-, la privación de la honra pudo significar una liberación, al no tener que hacer pender su existencia de los juicios de los demás.


Jane Money (2007), por su parte, considera que en el siglo XVII -en el que el teatro nacional había otorgado un carácter fundamental al honor conyugal-, el honor de la mujer era medido bajo un doble estándar: el hombre quería, por una parte, que la mujer mantuviera su integridad virginal; más, al mismo tiempo, empleaba casi cualquier medio para quitársela, apelando hasta a engañosas ofertas de matrimonio, que generalmente no estaba dispuesto a cumplir. La mujer agraviada, por su parte, habitualmente imposibilitada de vengarse por sus propios medios, debía recurrir a un allegado masculino que hiciera suya la afrenta. Cuando esto no era posible, su único recurso consistía en vestir de varón y salir en busca del ofensor para reclamar sus derechos; de allí la inquietante frecuencia de mujeres trasvestidas en las obras del siglo XVII. Así también una doble moral se aplicaba al castigo de las transgresiones, mucho más leves para los hombres que para las mujeres. De allí que la autora considere que el código de honor bajo el cual se regía la sociedad de la época había llegado a un alto grado de corrupción.




Observamos así que la sociedad española, a lo largo de los siglos, gravitó entre la concepción intrínseca y personal del sentimiento del honor -tomado como un sentimiento interno e individual que impulsaba al hombre a guiarse por principios morales por todos reconocidos-, y la honra exterior, dependiente de una especie de tribunal de la reputación, el de la aprobación de los demás.




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